25.9.11

Que la muerte no haya de ser nuestro obstáculo.

Porque yo te seguiré amando como el primer día de nuestras vidas juntos; y después del Armagedón, mi corazón seguirá latente sólo por ti, sobre el tuyo, retumbando como el océano dentro de nuestros pechos, donde el fin del mundo queda demasiado lejos para notarlo y demasiado cerca para poder ahuyentarlo.

Y recordaré nuestra cama, nuestros huesos y las caricias que me regalabas cada amanecer sin pedir nada a cambio, tu piel de cisne y tus labios de sangre. Recordaré nuestras vidas y lo que continúa de ellas. Recordaré el calor de tu alma y enjuagaré nuestros corazones, los pondré a secar y los contemplaré mientras renacen. Entonces cuando se hayan fusionado, te diré al oído que somos uno.


Y tú, empapado de muerte y tan tierno me mirarás y yo te miraré; quizá disimule pero no, hoy no tengo ganas y quiero amarte como nunca, quiero caer sobre tu cuerpo y saborear tus poros, quiero pintar sobre tu piel la mayor obra maestra jamás creada en este maldita vida y romper el tiempo que osa separar nuestras lenguas, que no podrá desenredarnos ya ni en sueños.
Y sin más, el Sol y la Luna bailarán con la muerte y le confesarán a la vida que cada noche -todas y cada una de ellas-, hacían el amor por entre las nubes del cielo.

Mañana te miraré fijamente a los ojos y susurraré los versos de nuestra historia.

Gracias por ser.

No hay comentarios:







Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.