Se les escapa el humo y la nostalgia. Se abrazan unos a otros recordando la última calada y luego vuelven a las andadas, fijando su vista en aquellos árboles de hoja perenne en el fondo del sendero, bajo las montañas cristalizadas por sus hallazgos de pirata.
Cantaban, inclinándose hacia el mar vacío y los peces deseaban caminar por el asfalto de la vida, con ganas, con fuerzas que faltaban pero el deseo compensaba.
Yo grité por entre las rocas, comiéndome la arena de enero a diciembre retumbando en el cielo, cargada de mierda y agua hacia algún lugar firme donde la muerte no pudiera acceder por la vía rápida o, al menos, pudiera esquivarla por un tiempo.
Me susurraban los años. Los días gritaban y los minutos callaban lo que los segundos debían contar. El fin del principio estaba cerca.
Podía olerlo.
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