18.11.11

Abismo.


Se les escapa el humo y la nostalgia. Se abrazan unos a otros recordando la última calada y luego vuelven a las andadas, fijando su vista en aquellos árboles de hoja perenne en el fondo del sendero, bajo las montañas cristalizadas por sus hallazgos de pirata.

No les queda nada. Nada más que su aliento a sangre y otros desperdicios de la vida que no han sabido huir con dignidad, como si les absorbiera el último soplido.

Cantaban, inclinándose hacia el mar vacío y los peces deseaban caminar por el asfalto de la vida, con ganas, con fuerzas que faltaban pero el deseo compensaba.
Yo grité por entre las rocas, comiéndome la arena de enero a diciembre retumbando en el cielo, cargada de mierda y agua hacia algún lugar firme donde la muerte no pudiera acceder por la vía rápida o, al menos, pudiera esquivarla por un tiempo.
Me susurraban los años. Los días gritaban y los minutos callaban lo que los segundos debían contar. El fin del principio estaba cerca.
Podía olerlo.

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Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.