19.11.11

Alma de piedra (Yolanda).

Estaba al borde de la locura insana; tenía los pies fríos y los labios ardientes como la llama que crecía en su mirada.
Se acercaba a mí. Me aseguró que su vida de mierda era cierta y que era fruto de la naturalidad de sus días grises, que no me mentía y que ninguna persona era demasiado desgraciada como para vencer su desidia. Se destrozaba por dentro, con cada trago de mercurio sus días iban atenuándose al paso de los fantasmas que dibujaba con el humo de su alma.
Éramos jóvenes, demasiado como para no tener miedo. Pero ella no lo tenía; y nadie más que no fuera ella, podía ser la Reina de la muerte.





(Baila, Yolanda. Sacude tus huesos y desintégrate el corazón. Te estaré esperando en el otro lado)

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Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.