5.5.12

Nosotros somos nada y el Mundo es todo.

Estoy empezando a encontrarme a mi misma en una sociedad de vástagos vacíos sin fronteras hacia una pubertad permanente. Ellos y ellas relinchan libres, sosegando falsamente sus corazones y activando su banda sonora más personal y a la vez más igual a la de cada uno de ellos.
El humo de sus cigarros que de aquellas bocas insanas escapa parcialmente les invade y ellos se mantienen a un nivel medio de idiotez durante el tiempo que les dura la ceniza encima de los zapatos de piel de muerte.

Me he mantenido firme durante los últimos seis minutos y sigo aquí, empapada de luz artificial y hogueras en la mente en algún que otro momento de mis días en algo parecido al planeta Tierra.
Ellos desaparecen si bajan la guardia, mas no permanecen constantes en lo que ellos han bautizado Mundo, sin caer en la cuenta de que ya se había bautizado antes como lo que debería ser, sin nombre, sin una identidad que lo defina claramente pero sí lo magnifique; que lo recalque y lo distribuya no uniformemente y las lenguas en él no existan, que gire y gire sin más, sin prisa, con pausas si gusta y con la energía suficiente para irse abriendo camino en sí mismo.
Él no puede acabar, extinguirse, esfumarse. Él no puede marcharse sin vuelta; ni siquiera marcharse.
Nosotros debemos morir por su bien y reformarnos después en algo más o menos parecido a lo que fuimos. Debemos permanecer al margen del Mundo y explorarnos a nosotros mismos, no a él y explotar sus entrañas y sus zonas extrañas creadas por el hombre, aquel que quiere matarse a sí mismo segundo tras segundo que va pasando a lo largo de sus huesos. Jamás aceptaremos al hombre que vive en nuestro interior y no permitimos ser visto. Somos sintéticos.






Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.