1.6.12

Hermano soldado.

Te escribo en silencio estas palabras casi sin pensar, evitando así explotar y morir de amor. De tu amor tan bombardeante y tan silencioso a su vez.

Tú te desvives por la vida y también por la muerte. Te desvives por los valientes y reduces a cenizas a los cobardes con tan sólo mirarlos.
Le puedes al mundo.

Francamente no sé si nos conocemos, o al menos si algún día llegaremos a conocernos casi del todo.
A mi me puede tu ira. Me pueden tus palabras y tu mirada. Me puede el miedo. Tu astucia.



Y no sé en qué estarás pensando, no sé si llamarlo rencor. Ni siquiera sé si llamarlo de alguna manera. Pero yo no puedo guardarte rencor, pues sólo amor es la palabra que cabe en mí y de mi corazón brota hacia tus pupilas dibujando palabras en el aire y tu cuerpo rodea mi consciencia sin un fin establecido.
Y mientras los años pasan y sigan pasando, seguiré sin comprender el interior de tu ser que escupe un todo tan estridente que me daña hasta el alma y sin saber por qué escapa hacia ningún sitio y me atemoriza. Me atemoriza el hecho de pensar que algún día deba seguir sin ti, o tu sin mi. Que la vida nos brinde un baile y la muerte nos arrastre por los brazos sin posibilidad de evitar nada.

Mientras todo sucede, tú eres mi Sol guía e incluso en las más terribles tormentas ahuyentas mi llanto con tu cantar y me desvelas sin querer y, a la vez, me enterneces el alma.
Me siento (me haces sentir) pequeña a tu lado, hermano.

Siento que la guerra no cesará y que seguiremos juntos, por muy grande que la distancia se nos haga frente al paso del tiempo irreversible.

Hermano soldado, recuérdame cuando el Infierno de lo hecho por suficiente, estaré esperando aquí, sólo para ti.

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Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.