5.3.12

Inmortal.

Regreso envolviéndome en el horizonte con cada uno de los soplidos que el viento me canta y desaparezco cada vez que éste se va.
Me reviven los días que van sucediendo más o menos a la misma velocidad mental y retrocedo hasta el ayer planteándole mi dedo corazón justo delante de su mirada petrificada. No me asusta el hecho de mirar atrás y gritar sacando los dientes cual bestia frente su presa endeble y medio muerta.
Mis pasos ralentizan mi miedo y absorbo el agua de la vida a pasos grotescos; fluyo como las gotas del rocío de las mejillas (tus mejillas, mi Cuervo) que me hablan rojo y me quitan la gravedad del alma.



Mi Cuervo de Octubre, que me besas el corazón roto y cicatrizas mis poros. Tú, que me empapas de calor y me miras con fuego; tus llamas queman en mi, arden en mis adentros y me condenan al placer de tus vasos sanguíneos arrastrándome al vacío de tus ojos.
Mi Cuervo... pesa sobre mí, que yo seré tu placer hasta morir del amor que por mis arterias sube y baja como tu lengua recorre mi vientre.
Cuervo de muerte, quédate aquí, muy cerquita mía, rozándome con la humedad de tus labios eternos.

Y es que mi eternidad eres tú.

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Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.