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4.7.12

Cuando nuestro niño interior muere.

Ese instante de peregrinidad en el que nuestro cuerpo se halla entre el bien y el mal. Nada que no sea neutral existe. Las nubes dibujan nuestro rostro y el aire huele a corazón.
Ese pequeño detalle entre la niebla a lo lejos nos indica que es el momento de arrancarnos las primeras alas y dar paso a las segundas.
Ese diminuto instante en el que conseguimos convertir la mierda en asfalto y caminar sobre él, rumbo a nosotros mismos.
Ese instante. Ese insignificante e invariable instante en el que nuestro niño interior muere.

La mayoría de las veces sólo llegamos al común estado de shock y nuestras alas se pudren hacia nuestra consciencia, sin freno, sin lujuria por la vida y lo prohibido se aleja de nuestros sentidos.
Morimos con cada aliento sin vida y sin sexo. Nuestro cerebro se torna gris y nuestra coraza se transforma en un cristal artificial que se nos rompe con las miradas de muerte de los vivos muertos por su propia muerte mental. Casi como el caos dentro del caos sin remedio nos hallamos a nosotros mismos sin melodía ni sentido y miramos sin color.

Más allá de la sociedad y los placeres carnales el mundo grita desnudo hacia el fuego.
Y ese niño vuela y nos llama, quiere volar con nosotros y sus flechas se clavan en nuestras pupilas y suspende nuestras conexiones. Cuando llegue el momento de responder a su llamada nosotros nos habremos marchado a ningún sitio, donde el asfalto se convierte en mierda, nuestras segundas alas se despedazan a sí mismas y nuestro corazón huele a nada.

Quizá nuestro niño interior haya provocado su muerte por nuestro mal más que por nuestro bien y debimos amarlo y conservarlo a nuestro lado y para siempre.
Quizá la verdad sea que no existe lo neutral.
Quizá el bien y el mal son dos polos no opuestos divididos por un Dios hipócrita e infernal.

5.5.12

Nosotros somos nada y el Mundo es todo.

Estoy empezando a encontrarme a mi misma en una sociedad de vástagos vacíos sin fronteras hacia una pubertad permanente. Ellos y ellas relinchan libres, sosegando falsamente sus corazones y activando su banda sonora más personal y a la vez más igual a la de cada uno de ellos.
El humo de sus cigarros que de aquellas bocas insanas escapa parcialmente les invade y ellos se mantienen a un nivel medio de idiotez durante el tiempo que les dura la ceniza encima de los zapatos de piel de muerte.

Me he mantenido firme durante los últimos seis minutos y sigo aquí, empapada de luz artificial y hogueras en la mente en algún que otro momento de mis días en algo parecido al planeta Tierra.
Ellos desaparecen si bajan la guardia, mas no permanecen constantes en lo que ellos han bautizado Mundo, sin caer en la cuenta de que ya se había bautizado antes como lo que debería ser, sin nombre, sin una identidad que lo defina claramente pero sí lo magnifique; que lo recalque y lo distribuya no uniformemente y las lenguas en él no existan, que gire y gire sin más, sin prisa, con pausas si gusta y con la energía suficiente para irse abriendo camino en sí mismo.
Él no puede acabar, extinguirse, esfumarse. Él no puede marcharse sin vuelta; ni siquiera marcharse.
Nosotros debemos morir por su bien y reformarnos después en algo más o menos parecido a lo que fuimos. Debemos permanecer al margen del Mundo y explorarnos a nosotros mismos, no a él y explotar sus entrañas y sus zonas extrañas creadas por el hombre, aquel que quiere matarse a sí mismo segundo tras segundo que va pasando a lo largo de sus huesos. Jamás aceptaremos al hombre que vive en nuestro interior y no permitimos ser visto. Somos sintéticos.

12.3.12

Retablos de muerte.



Cada madrugada a las doce horas y séis minutos contemplaba sus ojos malditos.
Mis insaciables ganas de él me encarcelaban en su cuerpo sin ni siquiera tocarlo y lo sentía como nunca antes lo había sentido.

El sabor de sus labios hacían que mi aliento se convirtiera en pólvora; me ardía la boca y él olía a sangre mientras sus manos recorrían mi cuerpo al ritmo de los latidos de mi corazón.

Los dos éramos como uña y carne, y él esculpía mis contornos como si se trataran de retablos de madera.
Me tallaba hasta el alma. Y yo ardía. Y él mostraba el hielo en sus ojos deshaciéndose en llamas.
Y su efímera tempestad regresaba como el ritmo de los latidos de su corazón y el vaivén de sus pupilas se difundía en mí.


Traspasemos los límites de lo prohibido, mi Cuervo. Que tus alas despeguen justo en el momento en que yo vaya a aterrizar, y me abracen fuerte, muy fuerte. Tanto, que pueda notar la sangre fluyendo por las venas de tu corazón endiablado.

25.9.11

Que la muerte no haya de ser nuestro obstáculo.

Porque yo te seguiré amando como el primer día de nuestras vidas juntos; y después del Armagedón, mi corazón seguirá latente sólo por ti, sobre el tuyo, retumbando como el océano dentro de nuestros pechos, donde el fin del mundo queda demasiado lejos para notarlo y demasiado cerca para poder ahuyentarlo.

Y recordaré nuestra cama, nuestros huesos y las caricias que me regalabas cada amanecer sin pedir nada a cambio, tu piel de cisne y tus labios de sangre. Recordaré nuestras vidas y lo que continúa de ellas. Recordaré el calor de tu alma y enjuagaré nuestros corazones, los pondré a secar y los contemplaré mientras renacen. Entonces cuando se hayan fusionado, te diré al oído que somos uno.


Y tú, empapado de muerte y tan tierno me mirarás y yo te miraré; quizá disimule pero no, hoy no tengo ganas y quiero amarte como nunca, quiero caer sobre tu cuerpo y saborear tus poros, quiero pintar sobre tu piel la mayor obra maestra jamás creada en este maldita vida y romper el tiempo que osa separar nuestras lenguas, que no podrá desenredarnos ya ni en sueños.
Y sin más, el Sol y la Luna bailarán con la muerte y le confesarán a la vida que cada noche -todas y cada una de ellas-, hacían el amor por entre las nubes del cielo.

Mañana te miraré fijamente a los ojos y susurraré los versos de nuestra historia.

Gracias por ser.






Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.