25.9.11

Aguas del adiós.

Dicen que cuando alguien se va de este mundo, lo abandona junto a una puesta de Sol, por amor al mar. Y yo que debía irme tan pronto rechacé al cielo -o lo que aquello fuera- y me senté en la orilla del mar a contemplar el vaivén de sus espumosas olas.
Yo quería volar, pero no como todo el mundo, así que guardé mis alas en el bolsillo y suspiré; a la vez, miré fijamente los primeros destellos de la Luna. Se me encogió el alma. Sonreí.





Que para cuando yo abandone el todo me convertiré en la nada, en toda su simplicidad y completa ausencia.

Quizá.

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Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.