15.11.11

El ego de la muerte.

Jamás me he atrevido a desintegrarme; ni siquiera a intentarlo. Hubiera sido demasiado valiente por mi parte e incluso heroico el sentirme muerta en un planeta de vidas que empiezan y muertes que conquistan.
Nos dejamos engañar por el punto final y sus bonitas flores carmín. Nos atraen. Invaden nuestras mentes y nos susurran que todo en el más allá ha dejado de existir, se ha desvanecido.
Mis días carecen, a estas alturas, de cuyos seres que en su día fueron llamados '' los que viven''. Recordé sus ojos. Recordé la brisa en sus cabellos y el resplandor del Sol chocando en sus pieles doradas. Parecía un sueño.


Pierre Siedel.

Yo me crié entre bloques de pisos y mentiras y a veces saboreaba las risas de los caballos al verme, sus negros ojos y las moscas siempre presentes encima de ellos. Sus crines bailaban al compás del junco y me hablaban de tiempos mejores que todavía estaban por venir.
Más allá de la masía de mi abuela, las montañas olían a tierra. Y me miraban. Sacudían los árboles mientras el cielo me gritaba agua, con fuerza, saqueando mis poros uno por uno y difundiendo su fragancia en mí. Era como decir Japón e imaginarse lo que todos nos imaginaríamos y pensar que, bonito no, era Japón.

Lejos del azufre y la desidia existían paraderos en los que el viento me despeinaba y me acariciaba la cara como una madre acaricia a su hijo antes de acostarse o al amanecer. Del resto se ocupaba la vida.
La vida... tan bella como su nombre y tan corta como éste. Pero la amé. La amé tanto y tan fuerte que se desvaneció al poco tiempo.

Postdata: Si todo acaba, sé que en algún sitio siempre habrá un ángel con los rizos azabache que tanto me enamoran.

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Todos éramos hermanos, al fin y al cabo. Pero no importaba.
No al menos durante esos años de servicio a la muerte.
Fue por ese entonces, que al alzar los brazos al aire las palomas
revoloteaban empapadas de angustia por esos corazones
cargados de metralla.